Viaje infernal de Mahoma en la mística sufí


Mahoma, en su ascensión, llega, acompañado de Gabriel, hasta el tercer cielo, donde encuentran un ángel de enorme volumen, de feísimo rostro, de aspecto terrible, de mirada colérica y violenta, todo él incandescente, como hecho de fuego. Sentado sobre ígneo escabel, no presta atención sino a su labor de preparar instrumentos de tortura con el fuego sólido que hábilmente manipula. Entre curioso y aterrado ante su vista, Mahoma interroga a Gabriel quién sea aquel horrible personaje. Gabriel le tranquiliza, invitándole a que se aproxime y le salude, pues aquel ángel es el guardián del infierno. Al cortés saludo de Mahoma, el guardián corresponde, pero con ceño tan airado, que Mahoma, habituado a las benévolas sonrisas con que en los otros cielos fué acogido, vuelve a turbarse poseído de profundo terror. Gabriel torna a tranquilizar al Profeta explicándole cómo aquel ángel, creado de la ira del Omnipotente, jamás puede sonreír, ya que su misión consiste en ejercitar contra los pecadores la divina vindicta. Animado de nuevo con las palabras de su  guía y maestro, Mahoma se atreve a rogar al guardián que le descubra los pisos o estratos que constituyen el infierno, para que pueda así verlos con sus propios ojos pero el guardián airado selo niega con esta seca respuesta: «¡Tú no puedes mirarlos!» Una voz de lo alto se oye imperativa: «¡Oh ángel! No le contradigas en cosa alguna.» E inmediatamente franquéale el guardián la puerta que cierra los pisos del infierno, aunque entreabriéndola tan sólo lo preciso para que a través de la rendija pueda Mahoma satisfacer su curiosidad. Una ardiente y caliginosa ráfaga de humo y fuego voraz que se escapa por la abertura, es el primer signo que denuncia al Profeta los terribles suplicios de que va a ser testigo. Ante todo, observa que el infierno está constituido por siete distintos pisos, colocados cada uno encima del inmediato inferior. El primero y más superficial de todos ellos, destinado a los reos de pecado mortal, está subdividido en catorce diferentes mansiones, superpuestas unas a otras, como lugares de expiación para cada uno de los principales pecados. La primera mansión es un inmenso océano de fuego, subdividido en setenta mares menores, en cada una de cuyas playas álzase una ciudad ígnea, cuyas moradas en número de setenta mil encierran setenta mil cajas o ataúdes de fuego que sirven de cárcel a hombres y mujeres que gritan de dolor, picados de sierpes y alacranes. Mahoma interroga al guardián para saber de qué pecado son reos aquellos desgraciados, y el guardián le dice que aquél es el suplicio de los tiranos. En la segunda mansión, unas gentes con labios tamaños como belfos de camello, se debaten bajo los ígneos arpones de los demonios que los sujetan, mientras las serpientes penetran por sus bocas para salir por sus anos, después de romper sus intestinos. El guardián explica a Mahoma que aquéllos son los tutores injustos que así expían lo que devoraron de las herencias de sus pupilos. Más abajo los usureros aparecen tambaleándose, sin poder tenerse de pie, por el enorme peso de sus vientres llenos de reptiles. Después, las mujeres impúdicas expían su falta de recato, colgadas de sus cabello?, que no quisieron ocultar a laí miradas de los extraños. Un poco más abajo, los que pecaron con su lengua, los maldicientes, los falsos testigos, con sus propias uñas de cobre se desgarran el rostro, pendientes por la lengua en ígneos garfios. En otro lugar, los que omitieron a sabiendas los ritos de la ablución y oración, convertidos en bestias monstruosas, con cabeza de perro y cuerpo de cerdo, son devorados por sierpes. En la inmediata mansión, los beodos sufren a gritos el suplicio de una sed rabiosa, que los demonios sacian sarcásticamente dándoles a beber de unas copas de fuego que les devora las entrañas. Las plañideras a sueldo y las cantatrices están, un poco más lejos, rebuznando y ladrando de dolor, colgadas cabeza abajo, mientras los demonios cortan sus lenguas con tijeras candentes. Los adúlteros y adúlteras sufren el suplicio del fuego en el horno cónico (que ya vimos en la redacción B del ciclo 1.") lanzando gritos de dolor, en medio de las maldiciones de los demás condenados, que no pueden soportar el hedor que emana de sus pútridas carnes. Las mujeres que fueron infieles a sus esposos, están en la mansión inmediata, pendientes de sus pechos y con las manos atadas al cuello. Los malos hijos son atormentados en el fuego por inhumanos verdugos que con garfios incandescentes los sujetan, con lanzas ígneas les hieren y con látigos de fuego los azotan, cada vez que a gritos piden misericordia. Sujetos por el cuello con argollas ígneas, están, un poco más hondos, los que no quisieron someterse a sus propios compromisos. Acuchillados por los demonios expían incesantemente sus violencias los asesinos, resucitando cada vez que son degollados. Y por fin, en la decimocuarta mansión, la más profunda del primer piso, contempla Mahoma a los que omiten la oración de precepto, expiando su culpa crucificados sobre columnas incandescentes que se alzan dentro de unas horrorosas cavernas, mientras sus carnes devoradas por el fuego se les van desprendiendo de los huesos.

Mahoma, horripilado ante el espectáculo de tamaños suplicios, está a punto de caer desmayado y ruega al ángel guardián que vuelva a cerrar la puerta del infierno. El ángel accede, no sin invitar al Profeta a que amoneste a su pueblo informándole acerca de los suplicios que acaba de ver, los cuales son nada en comparación de los que no ha visto, pues cada uno de los seis pisos inferiores al primero está destinado a tormentos progresivamente más crueles que los superiores. Y cerrado con esta escena el episodio de la visión infernal, Mahoma reanuda su interrumpida ascensión a los restantes cielos.

Fuente: Asín Palacios, Miguel: La escatología musulmana en la Divina Comedia. Madrid: Imprenta de Estanislao Maestre, 1919.